Por Carolina Pedelacq *
Este año movilizamos por séptima vez bajo la consigna de Ni Una Menos. Recuerdo aquella primera convocatoria de carácter masivo que logró inundar las calles en 2015. El estallido furioso a través de una consigna tan elemental como “vivas nos queremos” fue la expresión callejera de una conciencia que crecía masivamente en pibas, madres, abuelas, mujeres y feminidades que salimos a exigir un freno a las violencias.
Durante todos estos años el trabajo, la militancia y la tenacidad para discutir dentro de un sentido común que naturaliza la violencia machista nos llevó -y aun nos lleva-, a disputar algunos derechos elementales que hoy parecen nuevamente ponerse en cuestión.
Lejos de expresar una indignación paralizante, nuestras consignas nos convocan a la acción. Y sobre todo, a la acción política. “Ni una menos” ya no es un pedido desesperado porque dejen de matarnos, sino que expresa al sujeto social que ha entendido que los derechos se conquistan corriendo los límites establecidos. Pero que también, y en simultáneo, se hace cargo de las demandas que reclama en la calle.
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Durante los últimos meses hemos visto en los medios y en las nuevas figuras políticas una serie manifestaciones que ridiculizan nuestras luchas y que cuestionan muchos de los avances que hemos logrado en materia estatal, cultural y política.
Los ejemplos tal vez más difundidos son las declaraciones del diputado Javier Milei, un personaje que lejos de ser subestimado, debe llamarnos a la reflexión. Aunque parezca salido de una película surrealista, todo indicaría que su discurso interpela a un sector creciente de la población.
En algunas de sus declaraciones, el economista autodenominado “anarco capitalista” ha expresado: "No tengo por qué sentir vergüenza de ser un hombre, blanco, rubio de ojos celestes. El Ministerio de la Mujer, pista, porque la única igualdad que vale es la igualdad ante la ley".
Declaraciones como esta o su análisis de la inexistencia de la brecha salarial entre géneros, no son más que algunos de los argumentos para construir un discurso que invierte las responsabilidades frente a las desigualdades: transformando a la víctima en victimario, e instalando que ahora que las mujeres, lesbianas, travestis y trans pretendemos mínimos pisos de igualdad, nos hemos constituido en un nuevo status quo.
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Toda esta retórica es construida además con dudosas citas textuales a libros que ningún argentino o argentina de a pie ha leído jamás. Pero que bajo esas ideas ha logrado justificar en un reciente debate la idea de que morirse de hambre es producto de una elección personal, y no de un problema económico y social.
Se trata entonces de expresiones que -de mínima- empujan la intención de recortar políticas públicas y consensos culturales que necesitamos para reducir las violencias. Expresiones que no emanan de un personaje público sino de varios, y de un sistema de medios y de espacios partidos políticos que van corriendose más y más a la derecha, con el peligro creciente de sumar adhesiones en nuestro pueblo.
Todas estas tendencias políticas representan la amenaza de un retroceso integral a nuestros derechos como mujeres, lesbianas, travestis y trans. Pero que sobre todo, son la superficie de las recetas económicas neoliberales conocidas hartamente por nuestro pueblo durante la dictadura, los años 90 y el gobierno de Mauricio Macri.
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Siete años después, los feminismos debemos continuar la avanzada que hemos logrado construir sin abandonar la premisa fundacional de unidad, que en este contexto, es el mejor aporte que podemos realizar a la política.
Así como supimos gritar furiosas en las calles, como hemos pateado puertas para ser escuchadas y escuchades. Así como exigimos reformas en los poderes del estado y en las maneras de hacer política. Así como exigimos expandir derechos, también debemos auto exigirnos profundizar la inteligencia estratégica y la rebeldía con la que nos hemos gestado. Una rebeldía que no se enfrenta a los más débiles sino a las y los más poderosos.