Nos ubicamos a finales de la década de los '90 en nuestra querida Zona Norte del Gran Buenos Aires, con la Argentina sumergida en el plan de convertibilidad, previo a la fatal crisis del 2001 que dejó muertes, desempleo, daños sociales y un futuro inmediato enmarcado por la incertidumbre.
Un escenario similar (aunque quitándole tanto dramatismo, por supuesto) era el que atravesaban dos de nuestros equipos de la región norte: Tigre y Platense, el Matador y el Calamar. Por historia y tradición, dos clubes que componen uno de los clásicos más atractivos del ascenso y ahora, afortunadamente, de la Primera División del fútbol argentino. Los libros lo dicen.
Platense comenzaba a abandonar la “A” después de 23 años consecutivos viéndose las caras ante Boca, River, Independiente, Racing y San Lorenzo. Y Tigre, lentamente, empezaba a despedirse de la anteriormente llamada Primera B Nacional para atravesar, al menos hasta el 2004, por años muy oscuros tanto en el plano futbolístico como en el económico.
En medio de esta “debilidad” que presentaba la Zona Norte en el ámbito futbolístico, sacando a Chacarita que se ubicaba en un momento bastante bueno y con aspiraciones de algo más, había dos jóvenes de unos veintipocos, vecinos de la región, que se conocieron, se besaron, se acariciaron y se enamoraron. Aunque no fueron felices y comieron perdices, como dice la conocida frase.
¿Qué fue lo que hizo que “El Gordo”, fanático de Tigre, y Laura, hermana de un enfermo hincha de Platense dejen de ser dos simples pibes que se veían para concretar y ponerse de novios? ¿Será cierto el histórico robo del tapo de Zona Norte? ¿O es un mito? Nosotros lo creemos y lo traducimos con textuales palabras de quien lo narró originalmente.
HISTORIA:
Esta es una historia de amor. Comienza a fines de los 90 en Zona Norte, de Buenos Aires, cuando Platense había dejado la Primera División y Tigre, estaba más cerca de la C que del Nacional B. Los dos equipos más grandes del distrito, estaban lejos de regresar a la gloria del fútbol, porque a fines de los 90´, en Zona Norte, de Buenos Aires, la gloria pasaba por otro lado. Algunos programas de TV y revistas, resaltaban más a los hinchas que a los jugadores. Los protagonistas no eran los que estaban en la cancha, sino los que estaban en las tribunas.
El Gordo era de Tigre, de esos que iban a todos lados cuando ni el más optimista soñaba con lo que hoy es el club. Cuando andaba por los 20 años conoció a una chica, Laura. Llegaron las primeras salidas, los primeros regalos, los primeros besos y la primera decisión: dejar de ser dos pibes que se veían los fines de semana para convertirse en novios. Y cuando uno es novio, o novia, debe afrontar la presentación formal. A ella, como a todas las mujeres, le costó mucho menos. Ella lo esperaba, quería conocer a sus suegra y a sus cuñados, hasta que llegó el día “D”, y nada fue como ella, Laura, había soñado, porque cuando apareció su hermano, el cuñado del Gordo, se pudrió todo.
El Gordo tenía pulseras de Tigre, de esas de las de mostacilla, que se usaban antes. El cuñado era enfermo de Platense, y los hinchas de Tigre y de Platense, cuando se cruzaban en discotecas o esquinas o plazas de Zona Norte, se peleaban. Era el clásico de la zona, y delante de Laura y de sus padres, el Gordo y su nuevo, o futuro cuñado, comenzaron a insultarse y casi llegan a las piñas. El cuñado no podía creer la mala suerte que tenía. Además de soportar que su hermana tuviera novio, ese novio era hincha de su rival más odiado. Acaso, ¿qué iban a decirle los amigos de la cancha cuando se enteraran? El Gordo se fue a los gritos, amenazando al hermano de su novia. Y en esa época no había celulares ni redes sociales para decirse cosas, para pedir perdón, para contarle al otro cuánto lo extrañaba.
Ahí, la relación se enfrió y en Zona Norte, se cuenta, que fue ella la que lo llamó para invitarlo otra vez a su casa. Y aclaró, una obviedad. El cuñado, esta vez, no iba a estar. Y El Gordo, pensó bien y aceptó. Pero no pensó en el reencuentro. No pensó en el arrepentimiento. No pensó ni siquiera en ella. Pensó en otra cosa: ´si mi cuñado es tan fanático de Platense, en su pieza, debería tener una bandera guardada´. El Gordo pensó en eso, porque en eso pensaban, y piensan, los hinchas de ascenso. Ellos son los protagonistas de los clásicos, no los jugadores.
Ella lo esperó con una merienda, como le gustaba a él. Y en un momento, El Gordo le preguntó si se podía duchar, así después daban un paseo juntos. Ella aceptó. ´Pasa, ahí está el baño´. Era el momento, no el momento de decir ´perdón Laura, me equivoqué´. Era el momento del plan. El Gordo subió las escaleras y enfiló a la habitación del cuñado.
Entró y se topó con posters y fotos de jugadores de Platense, y se convenció: ´Era imposible que un enfermo como él no tuviera guardada una bandera´. Fue hacia el armario y en el primer cajón que revisó, estaba el trapo. Tuvo tiempo de abrirlo, de mirarlo, de pensar qué le dirían sus amigos. El trapo decía ´Olivos es Calamar´. Calculó que tendría un poco más de tres metros de largo y uno y medio de alto. Lo envolvió entre sus ropas y bajó al comedor. Podría haberse llevado las camisetas, pero no, tenía el mejor trofeo de guerra que podía tener un hincha de Tigre: una bandera de Platense, robada a un cuñado. El Gordo buscó las llaves, abrió la puerta y desapareció. Al trapo se lo veía en la tribuna de Tigre. A Laura no la vio nunca más. Al fin y al cabo, El Gordo, había hecho lo que le dijo su corazón.
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