Por Lucas Gianella*
En el Congreso hay actualmente varios proyectos presentados, de distintos bloques, y esto es realmente esperanzador, la expectativa debe en algún momento alcanzar a la realidad y estamos en un momento donde no podemos seguir eludiendo la responsabilidad de estar a la altura.
Recientemente se aprobó por unanimidad un proyecto en el Honorable Concejo Deliberante de Tigre que se encuentra profundamente limitado por el atraso de las leyes nacionales. Por un lado las ONG exigen más acciones y por el otro ni las fuerzas de seguridad ni los establecimientos de salud puede hacer nada que viole la ley. Lógicamente.
La despenalización del autocultivo de marihuana es una disputa que atraviesa los debates sobre el uso terapéutico de la misma, como también el consumo de otras drogas que están legalizadas y se consumen diariamente, como el alcohol.
Hace años existe un debate mundial sobre por qué es legal comprar y consumir ciertas drogas como las bebidas alcohólicas, el cigarrillo común, mientras es castigado con la cárcel el autocultivo de marihuana fomentando el narcotráfico. Si estamos de acuerdo en que es más beneficioso para el cuerpo humano una "medida" de aceite de cannabis que una "medida" de whiskey o vodka, deberíamos cuestionar la cantidad de gente presa por tener plantas en su casa para uso medicinal o recreativo en contraste con la gente presa por embriagarse en la vía pública o protagonista de tragedias viales.
La marihuana difícilmente provoque un aumento de robos, homicidios, accidentes de tránsito o delitos en general, teniendo en cuenta que las primeras causas de muerte son paros cardiorrespiratorios relacionados con el consumo de alcohol, drogas químicas y el cigarrillo de tabaco que ya ha quedado demostrado científicamente como cancerígeno.
Para pensar el rol de la política con claridad en esta discusión hay que partir con precisión del contexto histórico que nos interpela y al que interpelamos en ella: el paradigma de “la guerra contra las drogas”. Los conceptos y la comprensión cultural que se desprendieron del mismo plantean una constante incertidumbre sobre cualquier sustancia que sea considerada aún internacionalmente como una sustancia prohibida.
Ese es el debate que se está dando cada vez que uno se pronuncia a favor de la legalización, sea del aceite para uso medicinal o del autocultivo para uso terapéutico, y por esa razón es que sistemáticamente siempre se conflictúa con el mismo discurso del lado de enfrente. Un ejemplo paradigmático de esto que digo es el documento final de la Sesión Especial de la Asamblea General de las Naciones Unidas (UNGASS) sobre el “problema mundial de las drogas” en 2016, donde se desestima, al no hacer ni una mención, la legalización que ya era una realidad en 16 países (incluyendo las diversas jurisdicciones de los estados de Estados Unidos).
Ahora bien, en el 2014 la Junta Internacional de Estupefacientes (JIFE) había reconocido los programas de cannabis medicinal vigentes, y enumeró una serie de criterios que deben respetarse para la implementación de los mismos, actualizándose a un fenómeno de orden superior, que es el progreso científico necesario que alimentan las demandas sociales.
Y el resultado obtenido hasta ese momento era la evidencia científica suficiente para avalar la consideración del potencial terapéutico del cannabis en enfermedades neurológicas como la epilepsia o la esclerósis múltiple; del aparato digestivo como es en el caso del tratamiento de los efectos secundarios de la quimioterapia vinculada al cáncer (náusea y vómito) y los asociados al HIV/sida; también evidencia sobre los beneficios para el dolor crónico de origen neuropático y el tratamiento de la dependencia a las drogas y problemas de salud mental.
Todo este progreso ha sido a contramano de la política de prohibición y ha obtenido triunfos legislativos de diversas naturalezas en países como Uruguay; Chile; Brasil; Colombia; Perú; Canadá y Estados Unidos. Siendo estos últimos considerados los pioneros en la industrialización del cannabis. Particularmente en Estados Unidos, son 29 los estados que habilitan el uso medicinal y donde se cultiva, produce, transforma, vende y graba impositivamente el cannabis y sus derivados.
El caso de Estados Unidos es un ejemplo de procesos mixtos con resultados mixtos –donde tanto referéndums como procesos legislativos han respondido a distintas necesidades e intereses– reflejando un abanico interesante de regímenes regulatorios que van desde los que priorizan la salud pública y aquellos que más bien persiguen fines comerciales legítimos y objetivos recaudatorios. En todos los casos sus resultados constituyen experiencias políticas exitosas en materia de derechos sobre un tema de orden superior como es la salud pública.
Un caso Europeo, si se requiere de esa mención, es el de Alemania que hasta el 2017 solo permitía el acceso al uso medicinal a través de autorizaciones individuales especiales, y ahora es uno de los primeros países del mundo en incluir el cannabis medicinal en la gama básica de medicamentos que deben cubrir tanto las aseguradoras privadas como los servicios de salud pública. Allí, crearon una Agencia Nacional de Cannabis bajo el Instituto Federal de Medicamentos y Dispositivos Médicos (BfArM) para supervisar el nuevo proceso, según lo prescrito por los tratados internacionales sobre drogas. También permitieron el desarrollo de la producción nacional de cannabis, aunque por ahora todos los medicamentos de cannabis continúan siendo de importaciones.
Y a partir de aquí ya podemos hablar del caso que nos importa, nuestra Argentina, que por la reglamentación de la ley sancionada en el 2017 aún termina requiriendo de la importación para desarrollar la investigación científica, lo cual implica tres cosas: una ralentización; un desperdicio de recursos que incrementan el déficit del sector externo y la perdida del desarrollo de una posibilidad productiva para exportación, habiendo un escenario comercial favorable en la región dada la existencia de legislación pertinente en algunos de los países anteriormente mencionados.
Necesitamos dar una respuesta política integral, transformadora, y que tenga algo más que la posibilidad de investigación nacional y autocultivo para los pacientes de alguna de las enfermedades pertinentes. No es que esto no sea positivo, pero son medias mediatintas para el potencial productivo en materia científica e industrial y para la capacidad inclusiva de un país tan adelantado en derechos humanos en articulación con las libertades individuales.