A un año de la primera marcha de #NiUnaMenos, que buscó masificar la visibilización sobre la problemática de la violencia de género y reclamar la igualdad de derechos para las mujeres dentro de una cultura machista, aún quedan muchos interrogantes por resolver. En 365 días, no se vieron grandes cambios en la implementación de políticas estatales concretas para la prevención en la materia, pero tampoco se vio un crecimiento y una madurez de la sociedad para recepcionar un tema cargado de tabúes y de aristas que no se ven.
La violencia de género es un golpe, es un cachetazo, un maltrato verbal, una amenaza y, en el peor de los casos, un femicidio. Uno cada 30 horas. Pero también es la violencia obstétrica, los abortos clandestinos, la dependencia económica, la desigualdad laboral, y el hecho de que una mujer no pueda caminar tranquila por la calle ni desarrollarse en plenitud. La violencia de género es todo eso, y es mucho más, porque nuestras costumbres hicieron que casos corrientes y cotidianos se escondan bajo el tapete, que se tema a hablar de ellos, que se naturalicen. La violencia de género significa la vulneración de derechos básicos no sólo para las mujeres, sino también para la sociedad en su conjunto. Todos los días, todo el tiempo, en casa, en la parada de transporte público, o en las redes sociales.
“Algo habrán hecho”, “Te celo porque te quiero”, y otras yerbas: la violencia invisibilizada
Estamos en un punto de inflexión, en un momento histórico para comenzar un proceso necesario que derribe grandes mitos y frases hechas que nada tienen que ver con la construcción de una sociedad igualitaria.
En ese punto, es necesario poner el acento en las políticas estatales, en la contención de las víctimas, y la justicia para las familias y en la condena para los femicidas. Hasta ahí, ninguna duda, aunque no sea fácil. Pero lo más difícil es generar un cambio de conciencia y de accionar, más aún si convivimos con decenas de años que transformaron esas acciones en hábitos cotidianos.
como hombre me siento incluido en un lugar al que no pertenezco. Yo nací ahí, y formo parte de un género del que muchas veces no quiero formar parte, que me desagrada, que no me representa y que me avergüenza.
"Te reviso el celular, te pregunto, te persigo porque quiero saber si estás bien, si no te pasó nada”. Quedó revelado con creces que hay un límite para el cuidado del otro. Quedó demostrado que el celo no va de la mano del amor, mucho menos del cuidado, sino que acompaña la inseguridad y es piedra fundacional de un futuro maltrato. Porque después de eso viene el “¿Te parece salir así vestida?”, y ya no sólo exigimos una explicación sobre los movimientos de la otra persona y coartamos su libertad individual, sino que le imponemos cómo ser y la restringimos: violencia de género.
Otra: ¿No nos cansamos de escuchar, acaso, que la pollerita cortita o el escote amerita una grosería o un chiflido? Muchos sabemos que no es así, sabemos que eso tiene que cambiar. Lo difícil es transmitirlo. Casos así, conocemos muchos, y ejemplos de este estilo, muchísimos más. Esto también es violencia y es otro de los hábitos para desarmar si queremos terminar con la cotidianeidad de estos casos, desarme que seguramente también sea una respuesta al problema de fondo: un cambio cultural en la sociedad, sin distinción de géneros.
“Los derechos para vos, son derechos para mí. Lucas”: ¿Por qué marcho si soy hombre?
La frase la tomé prestada de un grafitti en la pared de la estación Cetrángolo, que estaba acompañado por un stencil que decía “#NiUnaMenos”. Ahora ya no está, pero en mi cabeza quedó grabada la idea de Lucas, hace ya algún tiempo.
“Es fácil decirlo porque a vos no te gritan nada de tu culo y tus tetas”, es un reclamo para nosotros por parte de las mujeres, y es también otra realidad. No. No me gritan, no me acosan, no me persiguen por la calle con malas intenciones, no me amenazan. No me subo al bondi temiendo que me apoyen y me susurren cosas al oído de manera casi psicópata, ni camino desde que me bajo del colectivo hasta mi casa pensando que, quizás, en un arrebato de locura o enfermedad, a una mina se le ocurra tocarme el culo o manosearme el bulto porque sí, sin motivo alguno.
Lo que sí me pasa como hombre es que me siento incluido en un lugar al que no pertenezco. Yo nací ahí, y formo parte de un género del que muchas veces no quiero formar parte, que me desagrada, que no me representa y que me avergüenza. Un género que fue “bendecido” con el poder dentro de la sociedad, con la impunidad y con el control sobre todo.
Yo no quiero eso, y tampoco confío en algunos hombres. Entiendo que tenemos todo por mejorar como sociedad, por eso marcho. También lo hago porque hace un año dijimos en voz alta y clara “¡Ni una menos!”, y es momento de que ese grito no quede en un mero eco.
Nuestra democracia es joven y habrá que ser paciente. Quizás muchos piensen que es menester darle prioridad a otras situaciones de mayor urgencia para recuperar un sistema corrompido. Quizás tengan razón, porque la historia nos demostró que los procesos de lucha son más largos de lo que parecen, que no hay soluciones inmediatas ni recetas mágicas. Quizás no nos importe que esto sea así, porque sabemos que son las reglas del juego. Esperemos que no nos importe. Entre tantas dudas y cosas por hacer, una certeza: es necesario modificar las concepciones de nuestra sociedad, y gritar ¡Ni una menos! es parte de ese proceso.